El río siempre sabe más que nosotros. Nos lo recordó esa mañana, cuando el viento del sudeste empezó a golpear las costillas del Santiago, y la lancha que debía llevarnos a la isla se balanceó con ese gesto cansino de los barcos viejos que han visto pasar demasiados ilusos como nosotros.
Habíamos salido de Berazategui con esa mezcla de entusiasmo y soberbia que tienen los ciclistas urbanos cuando creen dominar el asfalto. Pero la ruta, como suele hacer, se encargó de quitarnos la arrogancia kilómetro a kilómetro. Primero fueron los caminos abandonados cerca de Berisso, donde las ruedas se hundían en la tierra blanda como en un colchón viejo. Después el puente sobre el Santiago, que crujía bajo nuestros pedales con la sonrisa burlona de quien sabe que es el último umbral antes de que todo cambie.
La isla no se dejó conquistar fácil. Nos recibió con un ejército de mosquitos y esa clase de silencio que sólo existe en los lugares donde el tiempo se ha olvidado de pasar. Paulino Pagani le había dado su nombre, pero la isla pertenecía a los juncos, a los pájaros que nos miraban desde los árboles como preguntándose qué diablos hacíamos allí.
En el regreso, mientras la lancha cortaba las aguas marrones del río, me quedé mirando las huellas de nuestros neumáticos en el barro de la orilla. Pronto desaparecerían, borradas por la próxima crecida. Como desaparecen todas las cosas. Como quizás desaparezca algún día esa isla mínima, ese pedazo de mundo al que llegamos por error o por destino, y que sin embargo se quedó para siempre en nuestra memoria de ciclistas.
